Sergi Vicente (Barcelona, 1975) ha estado durante doce años el rostro que nos ha explicado el día a día de la China en televisión. Aun así, la corresponsalia ya es pasado, y ahora Vicente trabaja en el otro lado, donde no enfocan las cámaras: los despachos. Desde enero del 2015 es director de un pequeño canal de televisión..

Nos citamos en un hotel de la avenida Diagonal de Barcelona. Acaba de publicar China Fast Forward, un libro en el cual relata su experiencia en el gigante asiático. ‘Explico cómo he vivido yo la China durante estos doce años. En ningún caso quiero instruir al lector sobre cómo es el país’, afirma. Nos sentamos en un sofá ante un ventanal enorme. Es el bar del hotel. El sol baña casi todos los rincones. Vicente no rehuye ninguna pregunta. Sólo se molesta un momento. Se pide un café americano y le traen un café largo.

—¿Por qué nos es tan difícil definir la China?

—Por un lado por la medida y la complejidad del país. Es tan grande como el continente europeo, pero con casi el doble de población. Además, tiene un espejo de etnias, culturas y lenguas mucho más amplio que el europeo. Todo esto, gobernado por una estructura política centralizada y autoritaria. Y, por si el cóctel no fuera basta complicado, hay que añadir el vector del cambio. La China va quemando etapas, sobre todo en desarrollo social y económico, a una velocidad bestial. Después, el terreno político ya es otra cosa. Pero el escenario es extremadamente complejo. Por eso siempre digo que aquellos que hacemos definiciones o predicciones sobre la China normalmente acabamos siendo contradictorios.

—Escribir China Fast Forward ha sido una catarsis. ¿Un final de etapa?

—Ha sido una catarsis absoluta. Me ha servido para ordenar muchas de las cosas que tenía dentro de la cabeza y que hasta ahora no las había podido entender o analizar en su conjunto. Y, sinceramente, puedo decir que ahora me siento mucho más cómodo con mi posición de analista de la China que no cuando hacía de corresponsal. Cuando vivía allá todo pasaba tan deprisa que casi desorientaba, por eso se titula China Fast Foward. Por otro lado, el libro también me ha permitido relatar de una manera más detallista historias que antes tenía que comprimir en una crónica de un minuto y medio en el telediario.

—En el libro comentas que en Occidente tenemos una visión injusta de la China, entre la incomprensión y el miedo.

—Creo que parte de una ignorancia recíproca fomentada por la barrera idiomática y cultural. Hay que tener en cuenta, además, que hablamos de dos civilizaciones que son muy etnocéntricas. Dicho esto, creo que somos muy injustos con la China porque en el afán de democratizarla, que me parece muy legítimo, dejamos de lado todo aquello que hace bien a pesar de ser un sistema autoritario. Hablamos de un país que en 1949 hizo una revolución contra un sistema descaradamente injusto y feudal y que ha pasado muchas penurias. Setenta años después ha hecho una revolución industrial acelerada y es la segunda potencia mundial. Con imperfecciones y una factura medioambiental grave, pero el salto hacia adelante es evidente y la población reconoce que el nivel de vida y bienestar no ha parado de mejorar.

—El modelo político chino, ¿te preocupa que pueda servir de inspiración?

—Me preocupa que todo aquello que han hecho bien pueda inspirar algunos otros países y que incluso pueda llegar a comprometer las democracias tradicionales. De hecho, hoy en día tenemos gobiernos democráticos de primer nivel que apuntan maneras de hacer preocupantes [por autoritarias] y escenarios muy inciertos. Occidente en general está muy desorientado. Que la China proponga fórmulas alternativas de gestionar el poder es muy interesante, pero me gustaría que todo esto fuera complementario hacia un mundo mejor.

—¿Y por qué nos obsesiona tanto democratizar la China?

—Buena pregunta [ríe].